Hallan cargamento de joyas coloniales en costa de Yucatán
La joyería posiblemente fue realizada en Oaxaca
México.- Parte de un cargamento de joyas que nunca llegó a su destino, decenas de refulgentes esmeraldas permanecieron camufladas entre las aguas turquesa del Caribe mexicano desde el siglo XVIII. Una zona arrecifal convertida en un gran cementerio de embarcaciones, fue también el infausto destino de un pequeño navío mercante del que nada queda, excepto su valiosa carga, un tesoro con más de 300 que piezas de oro que en un giro de la diosa fortuna se ha convertido en un hallazgo sin precedentes para la arqueología subacuática del país.
Después de tres años de este descubrimiento bajo las someras aguas de la costa de Yucatán, el descubridor de este invaluable cargamento, el doctor Roberto Junco Sánchez, investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), no duda en calificar de “serindipia” el encuentro de estas alhajas que, posiblemente, iban destinadas a ensortijar a los acaudalados españoles y españolas, pero que terminaron hundiéndose junto con el barco que las transportaba, una de las tantas víctimas fatales arrastradas por las fuertes corrientes que confluyen en el litoral yucateco.
El también titular de la Subdirección de Arqueología Subacuática (SAS) del INAH, refiere que el hallazgo del cargamento de joyas —que ahora constituye uno de los principales atractivos del recién inaugurado Museo de Arqueología Subacuática. Reducto San José El Alto, en la ciudad fortificada de Campeche— se produjo de manera accidental en 2014, durante una temporada de campo del Proyecto Integral para la Protección, Conservación, Investigación y Difusión del Patrimonio Cultural Sumergido de la Península de Yucatán.
Ese año, un equipo de la SAS buscaba delimitar un pecio del siglo XIX con la ayuda de un magnetómetro portátil, y fueron las señales emitidas por este aparato —un poco fuera del área de búsqueda—, las que indicaron la presencia de un ancla fragmentada, una cuenta de oro de rosario y decenas de monedas de plata de una temporalidad anterior a los restos del navío que originalmente se rastreaba.
Bajo las cristalinas aguas, a Roberto Junco no le resultó difícil reconocer que las citadas monedas son de las llamadas macuquinas, debido a que en el reverso presenta una cruz y otra más que cuartela el anverso, se completa con dos castillos y dos leones. En un juego de palabras que reúne los primeros elementos que observó, el arqueólogo nombró al navío como “Ancla Macuca”, aunque cabe aclarar que poco o nada (salvo un escandallo de plomo) se ha encontrado de la embarcación debido a la escasa profundidad del naufragio, que varía entre 2 y 5 metros.
Luego de asentar las características del sitio en un plano, con una idea de la localización y las dimensiones de los restos para integrarlos al inventario, el equipo de la SAS esperó un año para realizar una temporada de campo en forma. Al retornar en agosto de 2015 a esa “piscina gigante”, entre macizos de coral y cardúmenes, el equipo de la SAS empezó a encontrar un tesoro disperso en los cantiles que yacen en el fondo del mar.
“Al segundo día de la temporada comenzaron a aparecer esmeraldas, algunas sueltas y otras engarzadas en anillos y otro tipo de alhajas; mondadientes, rosarios, mancuernillas, relicarios, toda una serie de elementos de joyería que nos permitía aventurar que formaron parte de un solo cargamento que debió estar contenido en un cofre, y que es probable fuera para comerciarse en España. Estos materiales se hallaban dispersos en un área aproximada de 10 metros cuadrados”, narra el subdirector de Arqueología Subacuática del INAH.
En suma: tres temporadas de campo, cada cual de una semana de duración, 100 horas de trabajo acumuladas. Mientras dos especialistas de la SAS ampliaban el mapa del sitio “Ancla Macuca” —del que se han ubicado también seis cañones de hierro de distinto calibre—, otros tres realizaban las excavaciones.
En el informe quedó asentado el hallazgo de 321 piezas en oro, entre los que destacan 83 anillos, un par de hebillas, 15 mondadientes, una decena de anillos de oro con esmeraldas, coral rosa y amatista; tres botones, seis dijes; 141 cuentas de rosario, 11 rosarios incompletos; tres broches con esmeraldas, nueve medallas, siete cruces, dos cruces con esmeraldas, cinco medallones relicarios ovalados, tres mancuernillas, dos flores, cuatro medallones relicario circulares; además de fragmentos de pulseras, rosarios, cadenas, anillos, apliques y elementos intermedios.
En total se recuperaron 74 esmeraldas incrustadas, sobresale por ejemplo una pequeña figura de dragón con 14 esmeraldas y dos diamantes, y otros dragoncillos con cuatro esmeraldas en ojos y al lomo cada uno; además de tres esmeraldas sueltas de gran tamaño y una pequeña.
Un registro minucioso en planos y fotográfico de la más mínima pieza, es el que permite hoy que el público nacional y extranjero admire esta joyería en el Museo de Arqueología Subacuática. Reducto San José El Alto, en Campeche, donde está resguardada en vitrinas de alta tecnología y se dispusieron 24 cámaras de vigilancia en el espacio de exhibición.
Más allá del valor económico del cargamento, para el subdirector de Arqueología Subacuática del INAH, Roberto Junco, el principal interés es la información que estos materiales han proporcionado sobre ciertos aspectos de la sociedad hispana del siglo XVIII, entre ellos, la intensa actividad comercial que se daba entre los virreinatos de la Corona española.
De acuerdo con el dictamen gemológico de cinco piezas recuperadas del “Ancla Macuca”, el cual se realizó en el Instituto de Geociencias de la Universidad Complutense de Madrid, éstas corresponden a esmeraldas traídas de los territorios de Nueva Granada, hoy Colombia. Un estudio documental en fuentes coloniales revela que parte de la joyería en oro, que incluye las técnicas de fundido, moldeado y labrado, pudo haberse realizado en la antigua Antequera, en el actual estado de Oaxaca.
Con estos datos —no obstante que continuarán las investigaciones de gabinete, así como en el sitio—, el arqueólogo propone que una vez con el cargamento completo, los comerciantes debieron zarpar de Veracruz rumbo a La Habana, que era el puerto destino antes de emprender el largo viaje hacia España. Fue en el trayecto entre ambos puntos, que las fuertes corrientes hicieron encallar a la pequeña embarcación.
“El conjunto de estas joyas refiere que iban destinadas a una clase alta, que era la que podía adquirirlos y ostentarlos. Así, tenemos artefactos para la limpieza dental, como esta importante colección de mondadientes; pero también nos habla del valor de los ritos religiosos a través de la cantidad de rosarios, cruces y relicarios. Los anillos con decoraciones de florituras y corazones también revelan aspectos del cortejo; mientras los broches y hebillas, por ejemplo, señalan la etiqueta del siglo XVIII.
“Lo trascendente de que este descubrimiento se diera por parte de arqueólogos subacuáticos, y no por buscadores de tesoros, es que no fueron rematadas al mejor postor, sino que ahora se comparten para enlazar a la sociedad de hoy con la novohispana. Cada pieza de este cargamento de joyas, que vio truncado su destino, nos narra una pequeña parte de la sociedad en que fueron producidas. Después de todo, el patrimonio cultural sumergido es del mundo entero”, expresa Roberto Junco.
Un hallazgo sin precedentes
El descubrimiento del cargamento de joyas del “Ancla Macuca” representa la primera vez que este tipo de materiales es localizado por profesionales de la arqueología subacuática en México.
Hace 40 años, el pescador Raúl Hurtado Hernández encontró lingotes de oro y joyería prehispánica que habían permanecido ocultos por más de 400 años en un galeón español. Las llamadas “Joyas del pescador” se exhiben en el Baluarte de Santiago, en el puerto de Veracruz.
Mención aparte merece el expolio del tesoro del Cenote Sagrado de Chichen Itzá. Entre 1904 y 1907, Edward Thompson se dedicó a dragar sistemáticamente el Cenote Sagrado, encontrando objetos cerámicos, piezas de jade, obsidiana, cristal de roca, caracol y concha; piedra caliza, pedernal, madera, tumbaga, oro y textiles, que originalmente habían sido ofrendados a este espacio. En 1909, Thompson cambió de técnica y utilizó el buceo para rescatar objetos del cenote; ese mismo año concluyó sus trabajos en la urbe maya.